La Creación nos lo muestra claramente. Miremos hacia donde miremos, escudriñemos en cualquier dirección la infinita magnitud de lo creado por Dios, ya sea con malabarismos del pensamiento angustiado en obtener explicaciones, o ya sea mediante el uso de prodigiosos instrumentos electrónicos o manipulaciones químicas, todo lo que encontramos es Diferencia, Unicidad. Sin embargo insistimos en pretender el logro de una igualdad imposible.
Cada humano se siente dueño de la razón, de las esencias de la verdad, de los móviles justos y válidos. Por tanto, pretende imponer sus criterios que en realidad no son sino resultado de la acción del miedo a lo desconocido, al temor a futuras adversidades imprevisibles, males que se quieren exorcizar, alejar, aniquilar, aplastando a los demás. Sometiéndolos. Puede tratarse de un pequeño núcleo -digamos la familia inmediata o los subordinados indefensos- o de grandes conglomerados políticos o “religiosos”.
Resulta sorprendente –si se mira con cuidado- que las instituciones humanas hablen y aparentemente crean en realidades o posibilidades igualitarias, cuando la igualdad nunca ha existido. A lo que hay que aspirar es al logro de un tratamiento justiciero para todos, a que se tome conciencia del gran mal de los excesos y a la necesidad de que los poderosos cuiden a los débiles, de modo que sus escaseces, miserias y urgencias no sean tan torturantes.
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